Licenciado por enfermedad por tiempo prolongado, he procurado entretener mi ocio forzado de los últimos días manteniéndome al tanto, multimedios mediante, de la evolución histórica de la Humanidad. Por la pantalla de mi televisor u ordenador han desfilado los numerosísimos jóvenes católicos asistentes a las Jornadas Mundiales de la Juventud Católica, inauguradas en Madrid por el papa Benedicto XVI, y sus roces con los jóvenes “indignados” de la capital española, quienes hallaban inadmisible que el gobierno hispano agasajara al Santo Padre con fondos públicos utilizables para paliar la difícil situación de los muchos españoles actualmente constreñidos a una situación de paro. Ha desfilado un pueblo libio excitado por la entrada de los rebeldes antikadafistas en Trípoli y la virtual caída del veterano dictador libio Muammar Kadafy. Ha desfilado un pueblo sirio brutalmente reprimido por su propio gobierno durante sus luchas en pro de la democratización de Siria. Ha desfilado un pueblo chileno enardecido por las políticas derechistas de su actual gobierno. Ha desfilado un pueblo estadounidense horrorizado por los estragos del huracán Irene.
Al tratar de interiorizarme sobre las noticias de mi Argentina natal, no recababa información tan relevante como la proveniente del exterior. Superado el frenesí de las elecciones primarias del 14 de agosto, en las cuales yo revistase como presidente de comicio, la principal noticia de mi país parecía ser la desaparición de Candela Sol Rodríguez, niña de once años, meritoria hija de un padre con prontuario penitenciario y domiciliada en la localidad bonaerense de Hurlingham, cuya desesperada progenitora Carola Labrador había llegado a ser recibida por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Quiero mucho a la Presidenta y la futura maternidad de mi hermana me impele a comprender los sentimientos de la madre de Candela, pero me parecía exagerado que la jefa de Estado invirtiese tiempo físico en esa cuestión teniendo, seguramente, temas más relevantes que atender, como la salud económica de la Unasur, actualmente acechada por el fantasma de un eventual default estadounidense.
Ayer el Canal Encuentro emitió Alice, una excelente película portuguesa de 2005 sobre la problemática de los niños desaparecidos. Su director Marco Martins narra la misteriosa desaparición de Alice, niña de tres años de edad, producida en Lisboa en 2003. A casi 200 días de la desaparición de su hija, Mário, padre de Alice, recorre el mismo camino recorrido por la pequeña en su última aparición pública. Un sentimiento obsesivo ha impulsado a Mário a instalar un conjunto de cámaras de video vigilando el movimiento de las calles de Lisboa. El desesperado Mário procura descubrir una señal de su hija en medio de la multitud anónima registrada por las cámaras. Se levanta temprano a la mañana para bordear temibles hileras de rodados alineados en las autopistas y recorrer atestadas estaciones de trenes y subte, repartiendo hojas impresas sobre la desaparición de Alice a automovilistas y peatones somnolientos o indiferentes. Recorre enormes playas de estacionamiento para introducir esas hojas entre los pliegues de los limpiaparabrisas de los vehículos aparcados. Las deposita en los buzones de los edificios de departamentos. Logra que un vigilador de terminal ferroviaria le proporcione filmaciones de cámaras de seguridad a espaldas de su irascible superior, que luego estudia obsesivamente en un inmueble equipado con múltiples televisores. Empapela las paredes de su "sala de TV" con copias impresas en color de las imágenes contenidas en las filmaciones, que luego desgarrará en un rapto de furia e impotencia. Se resiste a aceptar el ofrecimiento de un amigo de contactar por Internet a un agente del FBI especializado en niños desaparecidos. A instancias de la policía, afronta un fuerte asedio mediático al dirigirse a una casa particular, donde hay una niña que podría ser (pero no es) Alice. Persigue con desesperada discreción, por las agitadas calles y subtes lisboetas, a una mujer acompañada de una niña que podría ser (pero no es) Alice. Ojea, en medio de su desesperación, a un niño acompañado de su madre, aun siendo el infante del sexo opuesto al de Alice. Logra apostar sus cámaras en el aeropuerto de Lisboa y en casa de una anciana con problemas visuales, aunque Luisa, su esposa, le insista que esas cámaras no tienen sentido, aun estando ella, en lo tocante a la desaparición de Alice, más trastornada que Mário, obligando al personal de Missing Children Portugal a sedarla al recibir su denuncia e intentando suicidarse.
Alice me insta a rever mi postura inicial sobre el caso Candela. La cuestión es mucho menos banal de lo que parece en un país poblado, entre otras personas, de hijos de detenidos-desaparecidos fraudulentamente adoptados y sin historial de contactos con sus padres biológicos. En otro blog he aludido a José Luis Fernández, padre de otra Candela, apodado Chipi y retratado en un impiadoso comercial de Telefónica rodado a expensas de una amnesia provocada a Chipi por un accidente motociclístico sufrido en la vida real*. En lo tocante a Candela Sol Rodríguez, podemos, como Chipi, preguntarnos “¿Y Candela?” con una seriedad no exenta de humor y con un humor no exento de seriedad.
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