lunes, 31 de octubre de 2011

Halloween, o los encantos de la superficialidad

En 2003, un profesor mío del profesorado refirió indignadamente que su hijo de 11 años le había pedido caramelos para celebrar Halloween. En este día de Halloween de 2011, aún comprendo la indignación de mi ex profesor, porque puede argüirse que Halloween es una festividad anglosajona y ajena a las costumbres argentinas. Sin embargo, muchos argentinos la han incorporado a sus costumbres, entre las cuales también figura la celebración irlandesa del Día de San Patricio.
En este lunes 31 de octubre de 2011, recuerdo otro lunes 31 de octubre, el de 1983, en cuya madrugada muchos argentinos se olvidaron de dormir y salieron a las calles a celebrar la primera elección presidencial con participación popular celebrada en diez años. Por entonces los argentinos no celebrábamos Halloween. Conocíamos la celebración a través de las películas estadounidenses, como la muy taquillera E.T., el extraterrestre, de Steven Spielberg, estrenada en la Argentina en la Navidad de 1982, que incluye escenas de Halloween. Pero, fuera de las referencias cinematográficas, Halloween era, para las costumbres argentinas, lo que la Tierra para E.T.o el alienígena de Spielberg para los seres humanos. En otras palabras, un mundo a descubrir. En esos tiempos sin Internet ni TV por suscripción, con la prensa amordazada por el saliente gobierno de facto, no era tan fácil recopilar información sobre lo que sucedía en otros países. Yo mismo no era ajeno a esa situación. Durante mi adolescencia tenía pocas chances de acceder a informaciones adicionales, como las difundidas por las revistas internacionales tipo Time, que mi padre solía traer de sus frecuentes viajes laborales al exterior.
Los tiempos cambian, para bien o mal. Hoy muchos argentinos celebran Halloween. Los niños recorren las calles porteñas con disfraces de Halloween similares a los lucidos por los infantes diseminados para esa misma fecha por las calles de las ciudades estadounidenses. Ciertos comerciantes avispados han olfateado el negocio y decidido exhibir calabazas plásticas de Halloween con golosinas en sus escaparates, anunciando Halloween como la "fiesta de las golosinas". Seguramente, es algo más que eso[1]. Pero la superficialidad tiene sus encantos.


Elementos clásicos de Halloween



[1] Cf. http://es.wikipedia.org/wiki/Halloween
   

domingo, 30 de octubre de 2011

Día de domingo

El domingo 30 de octubre de 1983, hace hoy 28 años, el electorado argentino acudía a las urnas tras haber estado diez años sin poder ejercer regularmente su sagrado derecho de voto. Al reingresar al cuarto oscuro tras una década de sangriento paréntesis, el votante argentino clausuraba su más traumática era histórica. El voto masculino y obligatorio había sido reglamentado en 1912, tras casi un siglo de irregulares prácticas comiciales; su versión femenina, en 1947, tras casi medio siglo de lucha sufragista. Pero, durante más de cincuenta años, millones de argentinos habían visto esas conquistas históricas malogradas por el golpismo, el mal llamado "fraude patriótico", la proscripción de partidos mayoritarios y el votoblanquismo masivo de protesta.
Ese 30 de octubre de 1983, verdadero día de domingo, el electorado argentino se pronunció rotundamente a favor de una muy diferida normalización definitiva de tan prolongadas irregularidades. Yo aún no votaba por entonces. Tenía 13 años. Mi padre, emocionado de poder votar por primera vez en una década, me llevó a su centro de votación. Era la primera vez en mi vida que presenciaba una elección nacional (mi edad me impedía tener recuerdos nítidos de los comicios de 1973). Primera vez tardía, si se recuerda la corta edad de los niños que acompañaban, en las elecciones del corriente año, a aquellos mayores suyos empadronados en la mesa presidida por quien suscribe, que procuraba hacer percibir a dichos infantes la trascendencia del acto electoral, que ellos mismos deberían llevar a cabo en el futuro.
Largo y tortuoso camino debería recorrer, en las siguientes décadas, la normalización de los componentes electorales y no electorales la vida nacional. Cuatro planteos militares y cívico-militares jalonarían los primeros siete años de la novel democracia. Políticas socioeconómicas erradas desembocarían en el alarmante "que se vayan todos" de 2001.
En la última década, la Argentina ha vuelto a ser justa consigo misma. A la normalización político-institucional se ha sumado la normalización socioeconómica. Los argentinos han visto mejorar su status económico-social. Y también su status cívico. Durante el corriente año, la implementación del régimen de primarias abiertas permitió que muchos argentinos sin filiación político-partidaria pudiesen elegir transparentemente los candidatos a los cargos a cubrir el pasado domingo, antaño designados por cuestionables convenciones e internas intrapartidarias, o, en el mejor de los casos, en internas abiertas signadas por un bajo índice de participación ciudadana.
El extinto general golpista Leopoldo Fortunato Galtieri dijo alguna vez: "Las urnas están bien guardadas". Le guste o no, habrá que usarlas, general.

Leopoldo Fortunato Galtieri asume como presidente de facto, el 22 de diciembre de 1981

Urna electoral argentina (2009)



sábado, 29 de octubre de 2011

Cambio de público

En la película italiana Crónica de un joven pobre, de 1995, dirigida por Ettore Scola, Rolando Ravello interpreta a Vincenzo Persico, especialista en Letras de treinta años, que no ha logrado una inserción laboral adecuada en sus seis años de graduado universitario, viéndose obligado a dictar clases particulares a estudiantes secundarios descreídos de la educación y convivir con su exasperante madre, viuda, pensionada y empecinada en esperar de su pauperizado hijo la misma holgura material que le garantizara su esposo. Frustrado, Vincenzo entabla contacto con su septuagenario vecino Bartoloni, encarnado por Alberto Sordi y hastiado de su obesa y abusiva esposa. Bartoloni propone que Vincenzo asesine a la señora de Bartoloni a cambio de una fuerte suma de dinero. Vincenzo recibe el dinero y compra regalos a su madre, pero la señora de Bartoloni cae de su balcón y muere sin haber sido asesinada, sin que ello impida a Bartoloni acusar a Vincenzo de homicidio. En la cárcel, Vincenzo encuentra un sentido a su vida enseñando italiano a los inmigrantes indocumentados alojados en su penal, quienes demuestran en los aportes de Vincenzo un interés que el joven especialista en Letras no lograse despertar en sus díscolos alumnos particulares. 

Ettore Scola

Crónica de un joven pobre (afiche hispanófono)

Comprendo los sentimientos de Vincenzo, pues me encuentro actualmente inmerso en una situación similar, con más edad y menos defensas psíquicas. Con arduo esfuerzo logré recibirme de profesor de Historia en una institución terciaria del gobierno porteño, en diciembre de 2007. Hace tres meses me vi obligado a solicitar la primera licencia médica prolongada de mi historial docente, tras un azaroso bienio laboral en escuelas secundarias del gobierno bonaerense, donde debí lidiar con adolescentes poco interesados en su educación, padres que no acompañaban debidamente el crecimiento de sus hijos, directivos de miras estrechas y poco transparentes en su discurso y modus operandi, colegas hastiados de la falta de estímulos. Demasiada adversidad junta. Un cuadro de depresión y stress de raíz laboral me ha obligado a alejarme de las aulas, mi presunto hábitat natural.
Hay noches que me cuesta conciliar el sueño, pese a los psicofármacos prescritos por mi psiquiatra. Cuesta dormirnos cuando nos empieza a trabajar el bocho. Me asaltan preguntas crueles: "¿Hice bien en estudiar el Profesorado?", "¿No habría hecho mejor en hacer la licenciatura y dedicarme a la investigación y a la docencia universitaria?", "¿No habría hecho mejor en estudiar una carrera con mejor salida laboral?"
Soy un hombre perseguido desde su infancia por una hermosa y atormentada palabrita, que heredé de mi abuelo: dignidad. Desde temprana edad me he prohibido taxativamente incurrir en bajezas. Pero, lamentablemente, me ha tocado convivir con amantes de las bajezas. Como el Vincenzo de Scola, que convive forzadamente con la pusilanimidad de su vecino, su madre y sus alumnos particulares. Quizá deba cambiar de público. El público de Vincenzo resultaron ser los presos. ¿Cuál es el mío?  

viernes, 28 de octubre de 2011

The Seven Billionth


Henry Ford I, acompañado de su hijo Edsel Ford I, conduce el primer Ford T, lanzado en 1908



Edsel Ford I, acompañado de su padre Henry Ford I, conduce el Ford T Nº 15.000.000, lanzado en 1925

En 1925, la Ford Motors Company lanzó la unidad Nº 15.000.000 de su célebre Ford T, lanzado en 1908. En 1927, el modelo T era retirado de circulación por su creador.
Al Ford T lo inventó un ser humano, Henry Ford I, en una época en la que no había tantos seres humanos. Ocho años antes de lanzar el Ford T, el futuro magnate automotriz estadounidense y su familia recibían el siglo XX con una familia humana de 1600 millones de miembros. Hace más de ochenta años que no se fabrica ningún Ford T. Pero la fábrica humana no ha cesado de producir nuevas unidades.
Nacida a las 23:58 hs.del 30 de octubre de 2011, la niña filipina Danica May Camacho ha sido distinguida por las Naciones Unidas como el ser humano Nº 7000000000 (sí, leyó bien, siete mil millones). Al lanzar su Ford T Nº 15.000.000, Henry Ford I no se privó de identificarlo. Hizo estampar la leyenda "The Fifteen Millionth" ("El Nº 15.000.000") a una de sus puertas y se exhibió a bordo de su record rodante con su heredero al volante. Pero haber llegado al ser humano Nº 7.000.000.000 ("The Seven Billionth", según la terminología fordiana) constituye una marca que el orondo Henry Ford I jamás podría haber superado con sus vehículos. Por muy injusta que la Humanidad haya sido consigo misma, es agradable comprobar que hay más seres humanos que unidades de Ford T.

La filipina Camille Dalura con su hija Danica May Camacho, "The Seven Billionth" de los seres humanos    

jueves, 27 de octubre de 2011

Parar el carro

En su magnífica novela Pinamar, publicada en 2010, el literato argentino Hernán Vanoli recrea el traumático final del neoliberalismo argentino desde la óptica de la clase privilegiada. Una clase privilegiada que observa cómo se le termina la fiesta, prolongada a expensas de las penurias de sus compatriotas más carenciados, mientras se despide del traumático 2001 drogándose y emborrachándose en sus casas de veraneo de la localidad que da nombre al texto de Vanoli, devorando pizza de delivery, engullendo repugnantes hamburguesas de Burger King, tildando de orín de rata a la cerveza nacional y criminales de lesa Humanidad a los presidentes interinos peronistas y recorriendo una Argentina devastada a bordo de sus onerosos rodados, sin pensar (o no querer pensar) que no convenía seguir bailando sobre la cubierta del Titanic tras su choque contra el iceberg, recreado por esos años en la taquillera película de James Cameron con un Leonardo di Caprio mencionado por Vanoli. Los personajes de Vanoli charlan sobre rugby y llevan sus ahorros al Uruguay para no dejarlos atrapados en el corralito. Mientras tanto, los televisores exhiben la cruda realidad: comercios saqueados, cacerolazos, Fernando de la Rúa huyendo de la Casa Rosada en helicóptero, Adolfo Rodríguez Saá anunciando su renuncia desde San Luis, Eduardo Duhalde prometiendo devolver dólares posteriormente pesificados. Pero todo eso parece sonar a poco a los personajes de Vanoli, cuyo cinismo aún rezuma su clase social de procedencia, diez años después del colapso final del neoliberalismo, en este primer aniversario del fallecimiento de Néstor Kirchner.
Clase social que debe entender que no puede alcanzar su prosperidad a cualquier precio. Que, estudiando su historia familiar, podría toparse con antepasados pobres, aunque los mismos hayan muerto en 1850. Que debió haber entendido que el granero del mundo viable en 1880 bien podría haber perdido su viabilidad en 1930, 1945, 1955, 1966 o 1976. Que debió haber entendido que superar la crisis de 1989 no implicaba sentenciar indefinidamente a la pobreza a millones de sus compatriotas. En los últimos diez años hemos aprendido que existen formas más efectivas de alcanzar el bienestar. Pero ciertos argentinos, como los personajes de Vanoli, parecerían seguir suponiendo lo contrario. Para ellos lo “real” es un invento de los medios, como expresara proféticamente el Jorge Halperín de 1988[1]. Por suerte, hay muchos que les paran el carro votando por Cristina.



Hernán Vanoli y la portada de su novela Pinamar


[1] Jorge Halperín utilizó esa expresión en un artículo publicado en el matutino porteño Clarín el día martes 18 de octubre de 1988, 1ª sección, p.15

Paso de los toros

"Arrolla la sed/Paso de los toros", rezaba un jingle publicitario del agua tónica Paso de los toros a principios del decenio de 1980. El jingle acompañaba la imagen televisiva de una manada de toros, que atravesaba furiosamente una amplia pradera o una hispánica plaza de toros, en actitud de no arrollar sólo la sed, sino cuanto objeto se interpusiera en su camino.


Según su biógrafo Louis Fischer, el Mahatma Gandhi concebía a la máquina de coser Singer como uno de los pocos frutos útiles de la inventiva humana. El líder indio había aprendido a utilizarla antes de adoptar su clásica rueda de hilar, emblema del movimiento independentista indio. Puede que Gandhi no exagerara la utilidad de la máquina de coser Singer. En mi casa conservo una máquina de coser Singer de inenarrable vetustez, como la exhibida en una de las ilustraciones gráficas de estos garabatos informáticos. Perteneció a mi bisabuela paterna Elena Alvite de Romay, inmigrante española desembarcada en suelo argentino en 1921 y fallecida en idéntico suelo en 1976.
Máquina de coser Singer (c.1900)


Gandhi con Louis Fischer (Nueva Delhi, 1946). Los acompaña Rajkumari Amrit Kaur, primera mujer india con rango ministerial, vestida de sari blanco 

Gandhi hilando (c.1930)

Casi huelga decir que tengo de adorno la Singer de mi bisabuela, porque no sé enhebrar una aguja de coser manual sin pincharme un dedo. En 1991 mi abuela materna utilizó esa reliquia para ayudar a mi hermana con un trabajo práctico del CBC. Pese a su venerable antigüedad, el artilugio seguía siendo útil. Tan útil como los semáforos. Pero en mi ciudad natal, muchos parecerían pensar lo contrario de los semáforos. Que el semáforo no sirve para nada y que no tiene sentido respetarlo.Yo debo ser uno de los pocos tontos que no piensan así en la Reina del Plata, lo cual me enorgullece y avergüenza simultáneamente. Tengo mis motivos para respetar el semáforo. Llevo diez años viviendo en el barrio de Puerto Madero Este, sobre el bulevar Rosario Vera Peñaloza, entre la calle Aimé Painé y la avenida Juana Manso. Es asunto serio cruzar a pie las bocacalles de mi zona de residencia. Un fluido tránsito vehicular liviano atraviesa frecuentemente las avenidas Juana Manso y Alicia Moreau de Justo, esta última también atravesada por un volumen de tránsito vehicular pesado moderado, pero perceptible. Atravesar el límite entre los barrios de Puerto Madero y San Telmo implica afrontar la avenida Ingeniero Huergo y su peligroso tránsito vehicular pesado de camiones y micros. Los camiones, supuestamente tripulados por elementos profesionales, suelen taponar la bocacalle en la intersección de la avenida Ingeniero Huergo y la calle Chile, obligándome a esquivar peligrosamente los guardabarros de vehículos frecuentemente adosados a enormes contenedores portuarios. Para cruzar la calle Azopardo, suelo desviarme hasta la calle Chile, pues no me fío del cruce peatonal de la calle Azopardo más cercano a mi domicilio, carente de semáforo. Prefiero con creces el cruce peatonal de la calle Chile, cuyo semáforo permite al peatón atravesar seguramente la peligrosa calle Azopardo, con su acelerado tránsito vehicular liviano de autopista, su riesgosa escasez de semáforos y sus ciclovías. A menudo debo afrontar la ancha avenida Paseo Colón y su fluido tránsito vehicular, principalmente compuesto de un peligroso tránsito vehicular pesado de colectivos. Ello me insta a respetar escrupulosamente los semáforos de la avenida Paseo Colón y dividir su complejo cruce en etapas, haciendo escala en las plazoletas-aparcadero de dicha avenida, a la espera de los correspondientes cambios de semáforo. Mientras espero estos últimos, aprecio con alarma el vertiginoso tránsito vehicular de la arteria porteña. 


Como decía, muchos no parecen creer en la utilidad de los semáforos de la Reina del Plata. Años atrás, yo frecuentaba, por consejo médico, los talleres del Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano. Al concluir cada reunión de taller, yo solía ir, con mi coordinador y compañeros de taller, a un bar de la zona del hospital, sito en una esquina de la Avenida Monroe, hacia la cual doblaban veloces colectivos. Ello me inducía a respetar escrupulosamente el semáforo. Un tallerista, que jamás lo respetaba, me disparó un impiadoso comentario al percibir mi respeto por el semáforo: "¿Qué sos, yanqui? ¡Tenés que ser más espontáneo!" No, no soy yanqui; soy un argentino que desea una Argentina mejor, para él y demás habitantes del suelo argentino, nacidos o no en él, poseedores o no de su ciudadanía. Y entre esos "demás habitantes" incluyo a mi sobrino, ya tan próximo a nacer, que ese tallerista inconsciente  pudo inhibirme de conocer si un colectivero me mandaba a conocer tempranamente a San Pedro por cruzar una bocacalle con semáforo en contra en aras de una espontaneidad presuntamente sacrosanta. Como quiero conocer y ver crecer a mi sobrino, prefiero no imitar a los toros de los spots comerciales del agua tónica Paso de los toros del decenio de 1980.
Me aterra ver, desde el colectivo 111, cómo los peatones cruzan, con semáforo en su contra, la peligrosa intersección de las calles Lavalle y Maipú, atravesada por numerosos colectivos. Alguna vez he visto hacer eso a mujeres con cochecitos de bebé. Espero que a mi hermana no se le ocurra hacer eso con mi sobrino. A mi sobrino quiero verlo haciendo de San Martín en los actos de su escuela primaria, no debatiéndose entre la vida y la muerte, con un traumatismo óseo producido por un accidente vial, en un hospital, a la tierna edad de siete meses. Me aterra que mis amigos, alejados ya de su niñez, me obliguen a cruzar, con semáforo en su contra, la peligrosa intersección de la calle Libertad y la avenida Corrientes, con su fluido tránsito vehicular.
En su discutible biografía de Hipólito Yrigoyen, Manuel Gálvez refiere un encuentro mantenido por el líder radical, durante su primera presidencia, con una "delegación de representantes de la Bolsa, de la Industria y del Comercio", que se quejaban, entre otras consecuencias negativas de una huelga ferroviaria, del "enflaquecimiento, por escasez de forraje, del ganado traído a la Exposición Rural". Según Gálvez, Yrigoyen habría contestado: "Cuando ustedes me hablaban de que se enflaquecían los toros en la Exposición Rural, yo pensaba en la vida de los señaleros, obligados a permanecer veinticuatro, treinta horas manejando los semáforos para que los que viajan, para que las familias, puedan llegar tranquilos y sin peligros a los hogares felices..."[1]
No todos los estudiosos consideran santo a Yrigoyen. Pero aquí no viene al caso. Lo cierto es que muchos peatones de la Reina del Plata parecen preferir imitar el paso del toro a respetar algo tan elemental como las señales de tránsito. Como si los toros de los encopetados interlocutores del Yrigoyen de Gálvez hubiesen terminado prevaleciendo, casi un siglo después, sobre los señaleros mencionados, según Gálvez, por el primer presidente radical, arrollado por los toros de la oligarquía en 1930.

Hipólito Yrigoyen, víctima del paso de los toros en 1930. Y no precisamente del agua tónica...
 



[1] Cf.GÁLVEZ, Manuel. Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio. Buenos Aires, Círculo de Lectores, 1975, pp.298-299

martes, 25 de octubre de 2011

Saellvertu, argentinere

Según el relato bíblico, Jesús de Nazaret nació durante el censo imperial romano del año 1 d.C. Seguramente, muchos israelitas deben haber acudido de mala gana a la convocatoria de un poder que juzgarían opresor aunque aún no hubiera sentado plenamente sus reales en suelo israelí, como lo haría décadas después al destruir el segundo Templo de Jerusalén y decretar arbitrariamente el inicio de la cuasi-bimilenaria diáspora judía, jalonada por las iniquidades de la Inquisición, los pogroms zaristas y el Holocausto, que convertiría en pura anécdota los sufrimientos del pueblo judío bajo los poderes monárquicos egipcio y babilónico de los siglos XIII y VI a.C. En medio de la tristeza del pueblo judío, se produjo, según las Sagradas Escrituras cristianas, un acontecimiento feliz, el nacimiento del futuro gran mensajero de la esperanza encarnado en Jesucristo, aunque, posteriormente, hubiese judíos que desconfiasen de él.


Censo en Belén, por Pieter Brueghel el Viejo (1566)

No pretendo en absoluto equiparar al matrimonio Kirchner (ni a mi propia persona) con figuras históricas de la talla de Jesús, que venero modestamente en la misa dominical de mi parroquia católica. Pero no por ello me privaré de explayarme comparativamente de pleno derecho.
El 27 de octubre de 2010, hace ya casi un año, me desempeñé como censista en la localidad bonaerense de Wilde, donde ejercía la docencia secundaria en una escuela del gobierno provincial, junto a colegas de mayor antigüedad docente y experiencia censal, que evocaban sus experiencias censales de los años 1980, 1991 y 2001, en los que yo revistase como censado, pero no como censista. Uno de mis primeros censados me comunicó la noticia del fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner. Continué y concluí mi agotadora y fructífera labor censal, pero, evidentemente, el Censo 2010 había dejado de ser la noticia del día. No me extrañaba la noticia. Aunque sólo tenía 60 años al expirar, Kirchner había tenido dos episodios cardíacos en menos de un año, denotando una mal disimulada precariedad de salud. Pero, la noticia de su deceso, aunque no me extrañó, me conmocionó, como a muchos otros argentinos, tal como conmocionase, a mí y muchos connacionales míos, el fallecimiento del ex presidente Raúl Alfonsín, ocurrido el 31 de marzo de 2009, pese a la avanzada edad y previsibilidad del deceso del veterano dirigente radical.

Cortejo fúnebre de Raúl Alfonsín


Imagen del átaud de Néstor Kirchner, con su viuda y sucesora presidencial ante el catafalco


Logo censal y censistas argentinos de 2010

Regresé a mi hogar porteño en las primeras horas de la noche de ese peculiar miércoles de octubre, físicamente agotado (y vivencialmente enriquecido) por mi primera experiencia censal, acentuada por el luctuoso componente socioemocional. Al día siguiente yo tenía franco laboral extraordinario y me sentía demasiado cansado como para asistir al multitudinario sepelio del ex presidente, pese a haber alentado y votado al ilustre difunto. Resolví dedicar el 28 de octubre de 2010 a reponerme de las fatigas del día anterior y seguir desde mi lecho la prolongada cobertura televisiva del funeral de Kirchner, tal como siguiese el año anterior la dilatada televisación de las exequias de Raúl Alfonsín, a las cuales tampoco asistí, pese a mi afecto por el egregio finado. Como expresé por esos días en un blog periodístico, censar en el día del deceso de Kirchner había sido como censar en Belén en el día del nacimiento de Jesús, máxime considerando las simpatías por el ex presidente y su viuda y sucesora perceptibles entre mis censados. Al menos en el relato bíblico, el natalicio de Jesucristo eclipsó notoriamente la relevancia del censo dispuesto por el emperador Augusto en sus vastos dominios. En los hechos, el deceso de Kirchner restó un notorio margen de trascendencia al censo dispuesto por el gobierno de su consorte, que respeto mucho más que los poderes insolentes otrora impuestos a la Argentina y valientemente cuestionados por su actual mandataria. En lo que a mí respecta, considero, retrospectivamente, que honré la memoria de Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner al desempeñarme como censista en 2010 y presidente de mesa en 2011 y avalar electoralmente la bien ganada reelección de la presidenta Cristina Fernández.  


Mausoleo de Néstor Kirchner en el cementerio de Río Gallegos
En su viaje por la Islandia del decenio de 1860, situada bajo dominio danés, el sabio alemán Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y su guía islandés Hans, personajes de la célebre novela Viaje al centro de la Tierra, del francés Jules Verne, son alojados por una noche por un cordial matrimonio islandés de lengua danesa, padre de diecinueve hijos, que recibe a sus huéspedes con la expresión danesa saellvertu (“sed felices”), una opípara cena islandesa y un mullido lecho islandés para pernoctar. Llevo ya muchos años sin releer sistemáticamente las indelebles páginas de Verne, que tanto amenizaron mi infancia con las peripecias de los protagonistas de Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en 80 días, Cinco semanas en globo, Veinte mil leguas de viaje submarino, La isla misteriosa, El náufrago del  Cynthia o Los hijos del capitán Grant. Me pregunto qué puedo agregar, a modo de conclusión, en este tramo final del año 2011, tan trascendental para una Argentina que pasó en un año del censo de la tristeza al triunfo de la alegría, de ser censada en un día luctuoso a celebrar la victoria de esa gran mensajera de la esperanza encarnada en su actual mandataria, recordando a esa Sagrada Familia  y ciertos correligionarios religiosos suyos censados por un poder opresor felizmente contraatacado en la actual Argentina y alegrados por el natalicio del futuro Redentor. Recordando a Verne, acuden a mí dos palabras danesas: Saellvertu, argentinere ("sed felices, argentinos"). Lo cual no suena cándido en una Argentina actualmente alejada, para bien de su pueblo, de sus peores males históricos.


Jules Verne



Elementos cristinistas celebran la reelección presidencial de su candidata en Plaza de Mayo, en la noche del 23 de octubre de 2011


    




sábado, 22 de octubre de 2011

Falsa juventud

El jueves 29 de septiembre de 2011, Any Ventura publicó una nota en La Nación.com, titulada  ¿Hasta cuándo dar examen de joven?[1]. La articulista planteaba cómo, con el correr de los años, había perdido previsiblemente elasticidad mental en lo referente al trato con las llamadas "nuevas tecnologías", que ya no son tan nuevas, si se piensa que la PC ya estaba bastante difundida hace lo menos 15 años. 

Acertada o no la postura de Ventura, lo cierto es que no podemos tener siempre 20 años de edad, aunque, como sostiene un viejo refrán, siempre podamos tenerlos en algún rincón del corazón. A partir de los 30 tiende a acelerarse el envejecimiento corporal. A los 20 yo podía practicar complementos en un gimnasio de mi barrio tres días a la semana, durante años enteros. Ahora tengo 41 y sé que no aguantaría ni dos días haciendo complementos. Mi cuerpo actual me permite practicar yoga dos días a la semana. Tal como me obliga a evitar el abuso de colesterol y el consumo de tabaco y moderar el consumo de alcohol. Mi mente funciona distinto: no puedo ir a ver las mismas películas que un pibe de 16 años. Pero mis amigos, respetables grandulones de 31 a 39 años, con estudios secundarios o universitarios completos, no soportan que yo proponga ver Habemus Papa en vez de Gigantes de acero. Terminé viendo Habemus Papa en mi casa, solito mi alma, en un DVD de 10 pesos comprado a un vendedor ambulante. Y gastando 18 pesos en una entrada de cartelera para ver Gigantes de acero en un shopping, para complacer a mis adultísimas amistades. Linda película, pero nada del otro mundo.

Reconozco las bondades de las mal llamadas "nuevas tecnologías", aunque también es cierto que, como bien sostiene Ventura, la mente suele volverse más lenta con el correr de los años. No podemos "vivir a mil" después de los 30 años. Nuestra mente se torna selectiva después de esa edad, a la cual, como decía un amigo mío, "nos agarra el viejazo", apreciación posiblemente exagerada, aunque no del todo irreal. Y, además, ya que hablamos de realismo, las mal llamadas "nuevas tecnologías" no sólo cambian demasiado deprisa para un mayor de 30 años, sino que también cuestan dinero. No todos tenemos acceso a las netbooks gratuitas del Programa Conectar Igualdad.com, o  dinero para comprarnos una tableta. O tenemos dinero, pero también prioridades más relevantes, como los aportes previsionales, la manutención de los hijos, la salud, el transporte o la alimentación. Y, ante todo, no podemos, como bien sostiene Ventura, rendir siempre "examen de joven". Ni tenemos por qué, en sentido estricto, hacerlo. No es delito envejecer. Sin embargo, mucha gente de hoy en día parece pensar lo contrario. Y, peor aún, en el peor sentido, en el sentido de confundir juventud con despreocupación, como decía san Josemaría Escrivá de Balaguer en una de sus homilías.

¿Le cuesta mucho entender a Mario Pergolini que pronto tendrá 50 años, que no podía tener siempre 17 y que en 1995 él ya era grande para hacer CQC¿Le cuesta mucho entender a Marcelo Tinelli que ya lleva al menos 20 años haciendo cosas más apropiadas para gente más joven que él y que a los 70 años no podrá seguir haciendo lo mismo, salvo que quiera celebrar la enésima temporada anual de sus insufribles programas de entretenimiento con un peluquín digno del Leonardo Simmons de Grandes valores del tango o del Silvio Soldán de Domingos para la Juventud¿Le cuesta mucho entender a Susana Gímenez que pronto tendrá 70 años y que, con nietos grandes, ya no puede seguir haciéndose "la péndex", ni pretender seguir haciendo lo mismo que hacía a los 30? Mirtha Legrand no es santa de mi devoción, pero le reconozco un mérito: ha sido realista en su autoconcepto. Ya a finales del decenio de 1960 lanzó sus célebres almuerzos televisivos, que serían aburridísimos, pero, al menos, eran acordes con la edad de su conductora, que entendía, con muy buen tino, que, cuando tuviera nietos grandes (y hasta biznietos), no podría seguir con sus películas de teléfono blanco de las décadas de 1940 y 1950. Ese erróneo concepto de la juventud también es actualmente perceptible entre mayores de 30 años no tan famosos, con las desagradables consecuencias del equívoco en cuestión.


Mario Pergolini, Marcelo Tinelli y Susana Gímenez: desagradables consecuencias del autoconcepto equívoco

Mirtha Legrand y la importancia del autoconcepto realista   

Juventud no es despreocupación. Tampoco es pretender que se tiene una vitalidad física sobrehumana, que no se tiene a ninguna edad. No es salir corriendo a comprarse una tableta que no se puede pagar, o se puede pagar descuidando desaconsejablemente rubros más prioritarios. Juventud es juventud espiritual, no sensual o corporal. Es sinónimo de proyectos e inquietudes, no de consumismo. Yo me siento joven descubriendo a Marcel Proust, José Saramago o André Malraux, que estarán físicamente extintos, pero que para mí son novedad por no haberlos frecuentado con anterioridad. U oficiando de autoridad de mesa en los comicios, cosa que nunca había hecho antes de este año. O mentalizándome para mi inminente rol de tío, toda una novedad en mi vida. No me siento joven "haciéndome el péndex", porque sé muy bien que ya no lo soy, ni volveré a serlo, ni debe avergonzarme mi imposibilidad de volver a serlo.

¿No será hora de cambiar (o al menos diversificar) nuestras fuentes de Juvencia?     




[1] Cf.http://www.lanacion.com.ar/1410234-hasta-cuando-dar-examen-de-joven

viernes, 21 de octubre de 2011

Debe el pueblo votar

El 10 de febrero de 1912, el Congreso Nacional Argentino sancionó la ley 8871, llamada "Ley Sáenz Peña" en homenaje al presidente que la promulgó, Roque Sáenz Peña. La ley pretendía regularizar las prácticas electorales argentinas. En 1821, siendo ministro de Gobierno del gobernador bonaerense Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia había logrado la sanción de una ley de sufragio universal masculino optativo, considerada como de avanzada para una época en la cual Europa, considerada por muchos argentinos como paraíso progresista, aún promovía el voto censitario (Inglaterra recién sancionaría una ley de sufragio universal en 1824). La ley rivadaviana no promovía, empero, el voto obligatorio y secreto. Las prácticas comiciales serían caóticas durante el resto del siglo XIX y primeros años del XX, dando lugar a comicios fraudulentos y episodios de violencia política. La vida política argentina decimonónica parecía dirimirse más a fuerza de cuchillo que de voto, aunque los comicios llevasen al poder a auténticos progresistas, como Domingo Faustino Sarmiento, que, en 1864, con el sufragismo internacional poco menos que en pañales, había otorgado, en su calidad de gobernador de San Juan, el derecho de voto a las mujeres de su provincia.



Rivadavia, pionero del sufragio universal

 


Sarmiento, sufragista precoz

A principios del siglo XX era evidente que se necesitaban cambios en la legislación electoral.  El voto masculino ya no podía seguir siendo un viva la Pepa. La Ley Sáenz Peña refrendó su universalidad, le otorgó carácter secreto y lo declaró obligatorio para todo varón de 18 a 70 años de edad, argentino nativo o por opción. Durante la primera mitad del nuevo siglo, figuras como Alicia Moreau de Justo, Julieta Lanteri, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver exigirían el sufragio femenino a escala nacional, otorgado en 1947 con carácter universal, secreto y obligatorio.


Roque Sáenz Peña, el Gran Depurador

Urna electoral utilizada en los primeros comicios presidenciales amparados por la  Ley Sáenz Peña, celebrados en 1916
  
Julieta Lanteri votando en un simulacro de sufragio femenino organizado en 1920

Entre 1916 y 1928, aunque sólo votaban varones argentinos, alejando de las urnas a muchos inmigrantes, se celebraron tres comicios presidenciales amparados por la Ley Sáenz Peña, cuya limpieza y masividad contrastó gratamente con el carácter viciado y minoritario característico de las elecciones argentinas anteriores a la ley 8871. Era deseable perpetuar el New Deal cívico argentino. Lamentablemente, no todos pensaban así. Y a quienes pensaban distinto no les faltaba poder para cambiar votos por botas, o los votos que no deseaban por los que sí. En 1930 se consumaba el primer golpe de Estado argentino del siglo XX, seguido de la reintroducción del fraude electoral.

6 de septiembre de 1930. El general José Félix Uriburu se dirige a la Casa Rosada para derrocar al presidente Hipólito Yrigoyen



Comienza la proscripción del radicalismo. La habitación de Hipólito Yrigoyen saqueada por los golpistas de 1930


Fraude electoral bonaerense (1935). Un elector es obligado por las autoridades de mesa a votar por los conservadores, violando el carácter secreto conferido al sufragio por la Ley Sáenz Peña

Los reiterados golpes de Estado del siglo XX argentino, consumados entre 1930 y 1976, impidieron a muchos argentinos ejercer regularmente su derecho de voto. La política no se limita al voto y tiene sus impurezas. Empero, voto y la política son imprescindibles. Sin voto no hay política. Sin política no hay democracia. Mi madre tenía diez años en 1947, cuando el presidente Juan Domingo Perón promulgó la ley nacional argentina de sufragio femenino, fruto de casi medio siglo de lucha sufragista. Diez años después, mi madre emitió el primer voto de su vida, en las elecciones nacionales de 1957 para convencionales constituyentes... con el peronismo irónicamente proscrito por la dictadura de la Revolución Libertadora. Alguna vez he tenido entre mis manos las libretas cívica de mi madre y de enrolamiento de mi padre y mi abuelo paterno, signadas por pavorosos baches cronológicos entre las constancias electorales anteriores a las elecciones generales de 1983, fruto de un contumaz golpismo. Entre 1965 y 1983, mis padres y mi abuelo sólo pudieron votar, si mi conteo no falla, cuatro veces, lo mismo que puedo llegar a votar yo en, a lo sumo, dos años.
Mi madre, nacida en 1937, vivió en una Argentina castigada por cinco golpes de Estado, consumados en 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Soportó la arbitrariedad de la Revolución Libertadora, de la Revolución Argentina y del Proceso de Reorganización Nacional. Recién a los 46 años pudo empezar a votar regularmente. Mi padre, a los 42. El caso más patético fue el de mi abuelo. Nacido en 1918, primogénito de un prolífico matrimonio de inmigrantes españoles, presenció el derrocamiento de Yrigoyen a los 12 años y debió estrenar su libreta de enrolamiento con un voto en blanco, pues él se consideraba radical y no quiso emitir el voto a favor de los conservadores que intentó hacerle emitir un esbirro del fraude "patriótico" de la Década Infame. En 1983, mi abuelo ya contaba 65 años, faltándole un escaso lustro para la edad mínima del voto optativo. Luchando contra las limitaciones de la ancianidad, mi abuelo votó hasta su año mortuorio de 2003, para poder ejercer un derecho que tan injustamente le retaceasen desde temprana edad.

Afiche alusivo a la consagración de los derechos políticos femeninos, decidida durante la primera presidencia peronista


Imagen testimonial del bombardeo aéreo golpista contra Plaza de Mayo, lanzado el 16 de junio de 1955

Empieza la proscripción del peronismo. Bustos de Perón y Evita destruidos por los golpistas de 1955



Golpistas de 1962-1963 en acción. Enfrentamiento "azules vs.colorados". Tanques azules en las calles porteñas 


Noche de los Bastones Largos, 29 de julio de 1966. Nacen el "Onganiato" y su exótica pretensión de despolitizar a rajatabla una Argentina definida por Joseph Page como el país latinoamericano más sofisticado en materia política


Imagen de la desmedida represión política del Proceso de Reorganización Nacional


Raúl Alfonsín votando (c.2007)

En vísperas de las elecciones generales de 1983, participé, a mis 13 años, de un simulacro electoral organizado en mi escuela, cuyo resultado favoreció ampliamente al candidato presidencial radical Raúl Alfonsín, consagrado presidente pocos días después. Aunque algunos me midan con una lástima premeditadamente insincera, yo no he dejado de defender el voto desde la emisión de mi primer sufragio en 1989, a los 19 años, y este año me postulé, voluntaria y exitosamente, como autoridad de mesa para las primeras primarias de la historia argentina y la primera reelección presidencial de una mujer argentina[1]. Tengo mis razones para proceder así. Nací el 1º de abril de 1970, en una Argentina gobernada, hacía casi cuatro años, por la dictadura de la Revolución Argentina, que aún se mantendría en el poder tres años más. Su salida del poder precedió en menos de tres años a la instauración de la más despiadada dictadura argentina. Mis primeros recuerdos de la vida política argentina datan de mi adolescencia. En su camino hacia el jardín de infantes, mi sobrino, próximo a nacer, verá esa propaganda electoral  callejera que yo recién empecé a ver a mis 13 años. Pertenezco a la primera generación de argentinos que ha podido ejercer regularmente su derecho al voto desde temprana edad, cosa que nuestros padres y abuelos, víctimas del golpismo, debieron resignarse a hacer más tardíamente. Y eso no es poca cosa.
El pueblo libio acaba de desembarazarse trabajosamente de su dictador Muammar Khadafy  y debe autoprotegerse de potenciales ingerencias externas. Ahora está en sus manos la grave responsabilidad de decidir sobre su futuro. Como volverá a estarlo, en muy pocos días, en manos de un electorado argentino penosamente desembarazado del golpismo y neoliberalismo, sus dos peores males históricos del último siglo. El pueblo argentino debe asumir a fondo tan alta tarea. Y las urnas no deben, por dicho motivo, tomarse a la ligera. En estos meses previos al centenario de la promulgación de la ley 8871, el "Quiera el pueblo votar" atribuido a Roque Sáenz Peña debe convertirse, para bien de la Nación, en un "Debe el pueblo votar". Subrayemos incansablemente el verbo.  


El cadáver de Khadafy exhibido en la ciudad libia de Misurata el 21 de octubre de 2011. Para el pueblo libio, la muerte de Khadafy representa el fin de una era, caracterizada por un matiz angustioso y prolongado análogo al revestido en la historia argentina por el golpismo y neoliberalismo



[1] Fragmento agregado tras la reelección de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, materializada el 23 de octubre de 2011