jueves, 15 de septiembre de 2011

Argentina, país de gobernantas

En la película argentina Miss Mary, dirigida por María Luisa Bemberg y estrenada en 1986, la actriz inglesa Julie Christie personifica a Mary Mulligan, institutriz británica del decenio de 1930 contratada por un estanciero argentino para educar a sus rebeldes hijas en el marco de las rígidas e hipócritas apariencias prescritas para su clase social de pertenencia, destinada a verse conmovida hasta los tuétanos por el huracán peronista de 1945, que hallará en Eva Perón su propia Miss Mary. A la Miss Mary de Bemberg la expulsará el fin de la Segunda Guerra Mundial, que la impulsará a regresar a su patria, dejando atrás una Argentina donde las institutrices británicas parecen haber pasado de moda. A la Miss Mary peronista la expulsará su prematuro deceso y la Revolución Libertadora intentará en vano borrar su nombre de la memoria colectiva. Escribo en vano porque la Argentina sigue siendo un país de gobernantas, por mucho que los estancieros argentinos ya no contraten institutrices británicas para sus hijas y por mucho que cada vez vivan menos contemporáneos de Evita. Ya lo dice la Miss Mary de Bemberg en su primer encuentro con su empleador argentino, en respuesta a su patrón, interpretado por Eduardo Tato Pavlovsky, que le pregunta por qué emigró a la Argentina: "Vine a su país debido a la gran demanda de institutrices altamente calificadas". Y es así: a los argentinos, niños, adolescentes o adultos, ricos o no, nos encanta tener gobernantas, británicas o no, aunque les hagamos la vida imposible, como las díscolas discípulas de la Miss Mary de Bemberg.
No soy antiperonista. Más de una vez he votado gustosamente por figuras peronistas. Este no es un escrito contra el peronismo, sino contra la falsa necesidad vitalicia de gobernantas del argentino promedio.

Julie Christie en Miss Mary

Evita, miss Mary de las masas peronistas

Tuve oportunidad de comprobar esa falsa necesidad durante mi bienio de trabajo docente en escuelas secundarias del gobierno bonaerense, donde debí soportar constantes quejas de directivos escolares, que argüían mi falta de  "manejo de grupo" y amenazaban veladamente con enlodar mi legajo profesional con informes en mi contra a sus superiores. Mis superiores sostenían que los adultos éramos responsables de los niños y adolescentes hasta la mayoría de edad de estos últimos, que yo figuraba entre esos adultos y que, si les pasaba algo malo a mis alumnos, cortarían las cabezas de mis superiores y mía. Yo respondía que yo estaba dispuesto a asumir mi cuota de responsabilidad, no toda la responsabilidad, que mis alumnos estaban en segundo o tercer año del secundario, no en salita de tres o segundo grado del primario, que les faltaban a lo sumo tres o cuatro años para su mayoría de edad, que debían aprender a ser responsables por sí mismos y ya tenían edad suficiente para asumir ciertas responsabilidades sin intervención adulta. Pero dirigirme en esos términos a mis superiores y alumnos equivalía a predicar en el desierto. Hace un mes y medio que estoy con licencia psiquiátrica, fruto del lógico desgaste emocional de tan azaroso bienio. Pienso seguir con licencia hasta fin de año. Pausa forzada en una Argentina empecinadamente autodefinida como el país de esas gobernantas que no pienso ser, ni tengo por qué ser. La evolución de una nación no puede ser exclusivamente material. También debe ser mental. Y la Argentina no evolucionará mentalmente mientras la Argentina de las gobernantas no ceda su espacio a la Argentina del autogobierno responsable.     

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