viernes, 30 de septiembre de 2011

Mala palabra

Días atrás, Ricardo Fusco, director de una escuela secundaria del gobierno bonaerense con sede en Pergamino, fue brutalmente agredido por Susana Enríquez y su hijo quinceañero. Este último, alumno de la escuela dirigida por Fusco, parece haber tenido serios problemas de conducta en el establecimiento encabezado por Fusco, acusado por Enríquez de acosar homoeróticamente a su hijo. En 2007, Fusco habría intentado infructuosamente denunciar penalmente a Enríquez por amenazas. Los sindicatos docentes bonaerenses decidieron realizar un paro de actividades en repudio al ataque contra Fusco, respaldado por sus compañeros y alumnos en una marcha por el centro de Pergamino. El ataque contra Fusco también fue repudiado por Alberto Sileoni, ministro de Educación de la Nación, y su par bonaerense Mario Oporto. Susana Enríquez fue arrestada por disposición judicial y acusada de  coacción agravada, delito que prevé una pena de entre cinco y diez años de prisión.
Por esos días se registraron episodios similares en otros puntos de la vasta geografía bonaerense. En Tres Arroyos, una directora de escuela fue agredida a golpes de puño, sin móvil aparente alguno,  por la madre de dos alumnos del establecimiento a su cargo.  En Villa Luzuriaga, partido de La Matanza, una maestra primaria fue agredida en la puerta de su casa por la madre de una alumna suya, a quien la docente habría puesto una mala nota.
Fusco, tras el ataque

Comprendo la situación de Fusco, su par de Tres Arroyos y la maestra de Villa Luzuriaga. Como ellos, yo también soy docente del gobierno bonaerense. O quizá debería decir que lo fui, porque dudo que siga siéndolo, lamento decir. Durante dos años intenté ejercer la docencia (porque el docente actual no ejerce su profesión, sino que intenta ejercerla; esa es la cruel realidad). Me movía una lógica fe en la actual imprescindibilidad de la revalorización de la educación pública y finalización sin tropiezos graves de los estudios secundarios. Lamentablemente, mis alumnos y sus padres no parecían compartir mi comprensible parecer. Desde el 1º de agosto último pasado que estoy en uso de licencia médica por depresión y stress hasta el próximo 31  de diciembre.












Protesta contra el asesinato de Carlos  Fuentealba (2007)





Tras mis dos años de penosos intentos de ejercicio docente, la cruel realidad impuso un paréntesis forzoso a mis atendibles principios ético-profesionales. Si es que se puede decir que el actual argentino promedio conceptúa a sus docentes como verdaderos profesionales. Al médico, al odontólogo, al farmacéutico, los conceptúa evidentemente como tales, porque se conforma con que hagan aceptablemente bien el trabajo que están capacitados y habilitados para hacer.
El actual argentino promedio también debería pensar lo mismo de los docentes de su patria. Desgraciadamente, no lo  piensa. Nos conceptúa como a pobres de espíritu que nos dedicamos a la docencia porque no nos da la cabeza para otra cosa. Como a vagos que no queremos trabajar. Como a superhéroes que debemos oficiar constantemente de virtuales salvadores de la Humanidad, aunque ganemos dos pesos y nos maltraten continuamente.
En mi juventud boquense tuve trato con Lucía Puricelli, cuadragenaria vecina mía y maestra primaria del gobierno porteño. Lucía me decía: “Mis alumnos son muy pobres. Pero yo soy maestra, no psicóloga. No pueden pretender que a mis alumnos yo les haga un psicodiagnóstico. Para eso no estoy capacitada ni habilitada. ¿Qué puedo hacer por el bien de mis alumnos? Y… Enseñarles a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir… Eso puedo hacer por su bien, no un psicodiagnóstico”.
El muy atendible razonamiento de Lucía caería en saco roto en el actual contexto socioambiental de la escuela pública argentina, cuyos trabajadores parecemos haber recibido orden taxativa de autoconvertirnos incondicionalmente en superhombres, en hombres-orquesta que oficiemos simultáneamente de sociólogos, filósofos, psicólogos, trabajadores sociales, antropólogos, padres sustitutos, directores espirituales, consejeros sentimentales y la mar en coche, aunque nuestros títulos profesionales, sufridamente obtenidos por pequeñas minorías de no desertores de profesorados, sólo nos habiliten para trabajar modestamente como maestras jardineras y primarias y profesores secundarios de alguna asignatura específica.


¿Arquetipo docente?

Pero modestia parece ser una mala palabra en el ensoberbecido contexto socioambiental de la actual escuela pública argentina. Así lo demuestran los casos de Fusco, su par de Tres Arroyos y la maestra de Villa Luzuriaga. Y muchos otros casos de docentes lógicamente desalentados, entre quienes lamento tener que incluirme.          

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