El 10 de febrero de 1912, el Congreso Nacional Argentino sancionó la ley 8871, llamada "Ley Sáenz Peña" en homenaje al presidente que la promulgó, Roque Sáenz Peña. La ley pretendía regularizar las prácticas electorales argentinas. En 1821, siendo ministro de Gobierno del gobernador bonaerense Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia había logrado la sanción de una ley de sufragio universal masculino optativo, considerada como de avanzada para una época en la cual Europa, considerada por muchos argentinos como paraíso progresista, aún promovía el voto censitario (Inglaterra recién sancionaría una ley de sufragio universal en 1824). La ley rivadaviana no promovía, empero, el voto obligatorio y secreto. Las prácticas comiciales serían caóticas durante el resto del siglo XIX y primeros años del XX, dando lugar a comicios fraudulentos y episodios de violencia política. La vida política argentina decimonónica parecía dirimirse más a fuerza de cuchillo que de voto, aunque los comicios llevasen al poder a auténticos progresistas, como Domingo Faustino Sarmiento, que, en 1864, con el sufragismo internacional poco menos que en pañales, había otorgado, en su calidad de gobernador de San Juan, el derecho de voto a las mujeres de su provincia.
Rivadavia, pionero del sufragio universal
Sarmiento, sufragista precoz
A principios del siglo XX era evidente que se necesitaban cambios en la legislación electoral. El voto masculino ya no podía seguir siendo un viva la Pepa. La Ley Sáenz Peña refrendó su universalidad, le otorgó carácter secreto y lo declaró obligatorio para todo varón de 18 a 70 años de edad, argentino nativo o por opción. Durante la primera mitad del nuevo siglo, figuras como Alicia Moreau de Justo, Julieta Lanteri, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver exigirían el sufragio femenino a escala nacional, otorgado en 1947 con carácter universal, secreto y obligatorio.
Urna electoral utilizada en los primeros comicios presidenciales amparados por la Ley Sáenz Peña, celebrados en 1916
Entre 1916 y 1928, aunque sólo votaban varones argentinos, alejando de las urnas a muchos inmigrantes, se celebraron tres comicios presidenciales amparados por la Ley Sáenz Peña, cuya limpieza y masividad contrastó gratamente con el carácter viciado y minoritario característico de las elecciones argentinas anteriores a la ley 8871. Era deseable perpetuar el New Deal cívico argentino. Lamentablemente, no todos pensaban así. Y a quienes pensaban distinto no les faltaba poder para cambiar votos por botas, o los votos que no deseaban por los que sí. En 1930 se consumaba el primer golpe de Estado argentino del siglo XX, seguido de la reintroducción del fraude electoral.
6 de septiembre de 1930. El general José Félix Uriburu se dirige a la Casa Rosada para derrocar al presidente Hipólito Yrigoyen
Comienza la proscripción del radicalismo. La habitación de Hipólito Yrigoyen saqueada por los golpistas de 1930
Fraude electoral bonaerense (1935). Un elector es obligado por las autoridades de mesa a votar por los conservadores, violando el carácter secreto conferido al sufragio por la Ley Sáenz Peña
Los reiterados golpes de Estado del siglo XX argentino, consumados entre 1930 y 1976, impidieron a muchos argentinos ejercer regularmente su derecho de voto. La política no se limita al voto y tiene sus impurezas. Empero, voto y la política son imprescindibles. Sin voto no hay política. Sin política no hay democracia. Mi madre tenía diez años en 1947, cuando el presidente Juan Domingo Perón promulgó la ley nacional argentina de sufragio femenino, fruto de casi medio siglo de lucha sufragista. Diez años después, mi madre emitió el primer voto de su vida, en las elecciones nacionales de 1957 para convencionales constituyentes... con el peronismo irónicamente proscrito por la dictadura de la Revolución Libertadora. Alguna vez he tenido entre mis manos las libretas cívica de mi madre y de enrolamiento de mi padre y mi abuelo paterno, signadas por pavorosos baches cronológicos entre las constancias electorales anteriores a las elecciones generales de 1983, fruto de un contumaz golpismo. Entre 1965 y 1983, mis padres y mi abuelo sólo pudieron votar, si mi conteo no falla, cuatro veces, lo mismo que puedo llegar a votar yo en, a lo sumo, dos años.
Mi madre, nacida en 1937, vivió en una Argentina castigada por cinco golpes de Estado, consumados en 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Soportó la arbitrariedad de la Revolución Libertadora, de la Revolución Argentina y del Proceso de Reorganización Nacional. Recién a los 46 años pudo empezar a votar regularmente. Mi padre, a los 42. El caso más patético fue el de mi abuelo. Nacido en 1918, primogénito de un prolífico matrimonio de inmigrantes españoles, presenció el derrocamiento de Yrigoyen a los 12 años y debió estrenar su libreta de enrolamiento con un voto en blanco, pues él se consideraba radical y no quiso emitir el voto a favor de los conservadores que intentó hacerle emitir un esbirro del fraude "patriótico" de la Década Infame. En 1983, mi abuelo ya contaba 65 años, faltándole un escaso lustro para la edad mínima del voto optativo. Luchando contra las limitaciones de la ancianidad, mi abuelo votó hasta su año mortuorio de 2003, para poder ejercer un derecho que tan injustamente le retaceasen desde temprana edad.
Afiche alusivo a la consagración de los derechos políticos femeninos, decidida durante la primera presidencia peronista
Imagen testimonial del bombardeo aéreo golpista contra Plaza de Mayo, lanzado el 16 de junio de 1955
Empieza la proscripción del peronismo. Bustos de Perón y Evita destruidos por los golpistas de 1955
Golpistas de 1962-1963 en acción. Enfrentamiento "azules vs.colorados". Tanques azules en las calles porteñas
Noche de los Bastones Largos, 29 de julio de 1966. Nacen el "Onganiato" y su exótica pretensión de despolitizar a rajatabla una Argentina definida por Joseph Page como el país latinoamericano más sofisticado en materia política
Raúl Alfonsín votando (c.2007)
En vísperas de las elecciones generales de 1983, participé, a mis 13 años, de un simulacro electoral organizado en mi escuela, cuyo resultado favoreció ampliamente al candidato presidencial radical Raúl Alfonsín, consagrado presidente pocos días después. Aunque algunos me midan con una lástima premeditadamente insincera, yo no he dejado de defender el voto desde la emisión de mi primer sufragio en 1989, a los 19 años, y este año me postulé, voluntaria y exitosamente, como autoridad de mesa para las primeras primarias de la historia argentina y la primera reelección presidencial de una mujer argentina[1]. Tengo mis razones para proceder así. Nací el 1º de abril de 1970, en una Argentina gobernada, hacía casi cuatro años, por la dictadura de la Revolución Argentina, que aún se mantendría en el poder tres años más. Su salida del poder precedió en menos de tres años a la instauración de la más despiadada dictadura argentina. Mis primeros recuerdos de la vida política argentina datan de mi adolescencia. En su camino hacia el jardín de infantes, mi sobrino, próximo a nacer, verá esa propaganda electoral callejera que yo recién empecé a ver a mis 13 años. Pertenezco a la primera generación de argentinos que ha podido ejercer regularmente su derecho al voto desde temprana edad, cosa que nuestros padres y abuelos, víctimas del golpismo, debieron resignarse a hacer más tardíamente. Y eso no es poca cosa.
El pueblo libio acaba de desembarazarse trabajosamente de su dictador Muammar Khadafy y debe autoprotegerse de potenciales ingerencias externas. Ahora está en sus manos la grave responsabilidad de decidir sobre su futuro. Como volverá a estarlo, en muy pocos días, en manos de un electorado argentino penosamente desembarazado del golpismo y neoliberalismo, sus dos peores males históricos del último siglo. El pueblo argentino debe asumir a fondo tan alta tarea. Y las urnas no deben, por dicho motivo, tomarse a la ligera. En estos meses previos al centenario de la promulgación de la ley 8871, el "Quiera el pueblo votar" atribuido a Roque Sáenz Peña debe convertirse, para bien de la Nación, en un "Debe el pueblo votar". Subrayemos incansablemente el verbo.
El cadáver de Khadafy exhibido en la ciudad libia de Misurata el 21 de octubre de 2011. Para el pueblo libio, la muerte de Khadafy representa el fin de una era, caracterizada por un matiz angustioso y prolongado análogo al revestido en la historia argentina por el golpismo y neoliberalismo
[1] Fragmento agregado tras la reelección de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, materializada el 23 de octubre de 2011
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