En su biografía de Jorge Luis Borges, Horacio Salas refiere cómo el Borges de 1939 dictó su cuento Pierre Menard, autor del Quijote, desde su lecho de enfermo, a su madre, doña Leonor Acevedo de Borges. Según Salas, doña Leonor, tras recibir el dictado, confesó a su célebre hijo que no le gustaba aquel cuento, que no lo entendía.
Muchos se han resistido a entender a Borges, pero vale la pena esforzarse en entenderlo. Como también vale la pena esforzarse en entender la película The Truman show, dirigida por el gran cineasta australiano Peter Weir. La vi por primera vez en 1998, a mis 28 años, cuando el film de Weir aterrizó en la cartelera cinematográfica porteña. Mi primera sensación ante The Truman show se asemejó a la reacción inicial de doña Leonor ante el cuento de su hijo. No me gustaba, ni la entendía. Había visto otras películas de Weir (Gallipoli, Testigo en peligro, La sociedad de los poetas muertos). Las había disfrutado y entendido. Pero con The Truman show no me sucedía lo mismo. ¿Weir estaba en decadencia? ¿Qué significaba esa película pretenciosa?
En su autobiografía, Luciano Pavarotti confiesa la repugnancia experimentada ante Nueva York por el tenor modenés en su primer contacto con la célebre urbe estadounidense, paradójicamente convertida, con posterioridad, en una de sus ciudades favoritas, según palabras del propio Pavarotti. Comprendo los sentimientos de Pavarotti hacia Nueva York. Cuando visité la gran urbe estadounidense en julio de 1999, mi primera visión de la Gran Manzana riñió con mis expectativas. ¿Era esa ciudad a simple vista grisácea y monótona la Nueva York rutilante de las películas ambientadas en la Reina del Hudson? Doce años después, mi recuerdo de Nueva York figura entre los mejores recuerdos de mi vida. Y The Truman show figura entre mis películas preferidas.
Pavarotti y Nueva York: del "non me piace" al "ho capito che ti amo"
En The Truman show, el gran actor cómico canadiense-estadounidense Jim Carrey interpreta a Truman Burbank, un asegurador de treinta años, residente en la presunta ciudad modelo marítima de Seahaven Island, que cree tenerlo todo asegurado: un buen amigo del alma, un buen empleo, una buena esposa, una buena casa, un buen auto, un buen pasar. Sólo le falta procrear para ser el más feliz de los seres humanos. Su océano de plácidas certidumbres amenaza repentinamente con encresparse al ser asaltado por crueles dudas existenciales. Súbitamente, Truman empieza a sospechar que sus movimientos están siendo monitoreados. Incluso empieza a sospechar de la conducta de su esposa Meryl, enfermera diplomada del hospital local, quien intenta moderar los repentinos trastornos emocionales de su esposo exaltando las virtudes de un cacao en polvo en un lenguaje análogo al empleado en la publicidad televisiva. Truman ignora que su vida es, en realidad, una ininterrumpida serie televisiva, iniciada cuando Truman flotaba plácidamente en el líquido amniótico del útero materno. Truman ignora que Seahaven Island no es sino un gigantesco set televisivo y que quienes rodean a Truman no son sino actores y actrices, monitoreados, como Truman, desde un sofisticado estudio televisivo instalado en la Luna y dirigido por el perturbador Christof, creador y director de un programa lanzado tres décadas atrás, estelarizado por Truman y transmitido vía satélite a toda la Tierra durante las 24 horas del día, con impresionantes índices de rating y merchandising, aunque también haya quienes objeten ferozmente el modus operandi de Christof. Entre los objetores de Christof figura Sylvia, esposa frustrada de Truman, promotora del movimiento Liberen a Truman y autora de una furiosa llamada telefónica televisada a Christof.
Afiche publicitario anglófono de The Truman show, publicado en 1998. La publicidad presenta a Truman Burbank, asegurador interpretado por Jim Carrey, como una estrella televisiva ignorante del hecho de llevar 10.909 días en el aire.
Truman intentará reiteradamente escapar de una cotidianeidad que se le ha tornado súbitamente insostenible. Intentará viajar a Fiji, propósito frustrado por la presunta falta de vacantes en los contingentes turísticos. Intentará viajar a Chicago, propósito frustrado por una imprevista falla mecánica experimentada por un ómnibus próximo a salir de la terminal de Seahaven Island. Intentará huir de Seahaven Island en un yate, propósito frustrado por Cristof, quien, desesperado por la repentina desaparición de su estrella de la pantalla televisiva, lanza, desde la Luna, una feroz tempestad sobre la embarcación pilotada por Truman. Exhausto, Truman desiste de su huida al llegar al decorado que delimita el espacio marítimo. Cristof entabla una videoconferencia con su estrella para aclarar las cosas. Sin embargo, Cristof ha perdido la partida. Truman hace mutis por el foro y el exasperado Cristof ordena interrumpir la transmisión. Los incontables seguidores de The Truman show comprenden que no pueden acatar indefinidamente el cuestionable libreto impuesto por el creador del programa, tal como los argentinos de 1983 y 2001 comprendieron que no podían acatar indefinidamente los objetables libretos golpista y neoliberal, respectivamente promovidos desde 1930 y 1976 y desplazados por la restauración democrática de 1983 y el saludable paradigma socioeconómico y político-institucional post-neoliberal preconizado desde la asunción presidencial de Eduardo Duhalde en enero de 2002. En una de las más elocuentes escenas de la película de Weir aparecen dos encargados de garage, devotos de The domino's pizza y The Truman show, que, en el tramo final del film, concluyen que ya es hora de cambiar de canal y aficionarse a otros programas televisivos. Cristof debe entender, muy a su pesar, que Truman ya no tiene seis meses, sino treinta años, la edad elegida por Jesús de Nazaret para iniciar su vida adulta como fundador de una fe religiosa alternativa al judaísmo de la familia del Redentor, dicho sea sin intención antisemítica alguna. En otras palabras, ya es hora de que Truman sea Truman, no la creación de Cristof.
"Hora de cambiar de vida, Truman", parece decir Carrey a su alter ego de la célebre película de Weir
En mi artículo Pigmalionistas vs.anti-pigmalionistas, [1], definí al pigmalionismo como la creencia en el automejoramiento y el anti-pigmalionismo como la creencia en el autoempeoramiento. El pigmalionista cree que puede mejorar su personalidad; el anti-pigmalionista cree que sólo puede empeorarla.
Al rever días atrás The Truman show, en una reposición televisiva, decidí ampliar mi bienintencionada especulación conceptual. A los dúos antitéticos pigmalionismo/anti-pigmalionismo y pigmalionista/anti-pigmalionista, propongo agregar los dúos antitéticos pseudo-pigmalionismo/pigmalionismo auténtico y pseudo-pigmalionista/pigmalionista auténtico. El pseudo-pigmalionista cree equívocamente que se ha automejorado. El pigmalionista auténtico se automejora inequívocamente.
En la película de Weir, Truman percibe el carácter falaz del automejoramiento pseudo-pigmalionista y derrota a Cristof oponiendo a este último el innegable automejoramiento del pigmalionismo auténtico. Con un candor típicamente pseudo-pigmalionista, Cristof había abrazado esa creencia en la propia invencibilidad que el pigmalionismo auténtico permite abrazar sin ingenuidad alguna.
Ed Harris en su interpretación de Cristof, personaje de The Truman show ingenuamente adherido al pseudo-pigmalionismo y derrotado por la imprevista conversión al pigmalionismo auténtico del cuasi-pseudopigmalionista Truman Burbank
[1] Ver: http://www.blogger.com/post-edit.g?blogID=4257991283465664507&postID=8537936694844268477
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